Época: I Guerra Mundial
Inicio: Año 1914
Fin: Año 1918

Antecedente:
Repercusiones de la guerra

(C) Emma Sanchez Montañés



Comentario

El coste de la guerra se estimó en torno a los 180.000-230.000 millones de dólares (en valor de 1914), y el de los daños causados por las destrucciones, en torno a otros 150.000 millones. Las devastaciones -edificios, campos, minas, ganado, puentes, ferrocarriles, fábricas, maquinaria, carreteras, barcos- fueron incalculables, sobre todo en las zonas más directamente afectadas por los combates, esto es, el norte de Francia, Bélgica, la Europa del este y la región fronteriza entre Italia y Austria. Sólo en Francia quedaron destruidos unos 5:000 kilómetros de vías férreas y unos 300.000 edificios. Las minas del norte, en la región de Calais, quedaron anegadas.
La guerra, además, había trastocado toda la economía mundial. El comercio internacional y las inversiones en el exterior de los principales países europeos quedaron prácticamente interrumpidos entre 1914 y 1918. Estados Unidos y en menor medida Japón se hicieron con buena parte de los mercados antes controlados por Gran Bretaña, Francia y Alemania. La marina mercante norteamericana creció espectacularmente. Londres vio su posición como centro financiero amenazada por la huida del dinero a Nueva York y Suiza. En muchos países neutrales -por ejemplo, los países iberoamericanos, España, Holanda, los países escandinavos y Suiza-, la substitución de importaciones dio lugar a procesos más o menos consistentes de expansión (o reconversión) industrial. La demanda de materias primas y alimentos -trigo, azúcar, caucho, madera, café, maíz, aceite- impulsó la producción agrícola de los países centro y sudamericanos, asiáticos, africanos e incluso de Estados Unidos.

Los países beligerantes habían tenido, además, que hacer frente a un doble problema: al aumento extraordinario de los gastos militares y a la necesidad de controlar y regular la propia economía nacional para su transformación para la guerra (fabricación de armamento y munición, y de todo tipo de material de campaña: alambradas, vehículos, alimentos, combustibles, medicinas, vendajes, uniformes, calzado, prendas de abrigo, herramientas, etcétera). De una parte, las economías europeas habían recurrido a préstamos cuantiosos y a otras formas de financiación (emisión de deuda, aumentos de la circulación monetaria, bonos del tesoro...): Estados Unidos pasó a ser el principal acreedor del mundo. De otra parte, los gobiernos impusieron desde 1914 fuertes controles sobre sus respectivas economías.

En Gran Bretaña, por ejemplo, el gobierno nacionalizó temporalmente ferrocarriles, minas de carbón y marina mercante. El ministro de Armamento, Lloyd George, en 1916 puso en marcha 73 factorías para la producción de munición (que eran 218 en 1918), incorporando a ellas a miles de mujeres. Como jefe del gobierno desde diciembre de 1916, el mismo Lloyd George creó un gabinete de guerra, los ministerios de Trabajo, Alimentación, Navegación y Pensiones y un Departamento para la Producción de Alimentos. En 1918, su gobierno impuso el racionamiento del consumo de carne, azúcar, mantequilla y huevos, nacionalizó las fábricas de harina y se apropió de unos 5 millones de hectáreas de tierras no cultivadas. El presupuesto británico de gastos pasó de unos 200 millones de libras en 1913 a 2.579 millones en 1918.

En Alemania, la evolución hacia una economía de guerra planificada había sido aún más decidida, y comenzó casi desde el primer momento. Primero, porque los militares temieron que los recursos propios pudieran no ser suficientes en caso de guerra prolongada; y luego, porque lo impuso la misma necesidad de resistir ante el bloqueo británico. El modelo fue el Departamento de Materias Primas creado en agosto de 1914 dentro del Ministerio de la Guerra, bajo la responsabilidad del director de la empresa eléctrica AEG, Walther Rathenau (1867-1922), miembro además de una prestigiosa familia de industriales judíos: todas las minas y factorías del país fueron integradas en varias "compañías de industrias de guerra" que, aun dirigidas por los propios industriales, pasaron a trabajar en exclusividad para el Estado mediante contratos especiales y de acuerdo con los objetivos de producción señalados por el gobierno. Éste fijó precios máximos para alimentos y vestidos. En enero de 1915, decretó el racionamiento del pan (y luego, el de todos los alimentos) y finalmente, integró toda la producción agraria e industrial relacionada con los cereales y la alimentación en una Oficina Imperial que controló y reguló el abastecimiento.

El comercio exterior quedó igualmente bajo control del Estado tras la constitución, a finales de 1916, de la Compañía Central de Compras, la compañía comercial más grande del mundo, que se encargó de las exportaciones e importaciones con los países neutrales. El gobierno construyó, además, fábricas propias -por ejemplo, de nitratos- y estimuló con notable éxito la investigación para la producción sintética de productos esenciales (aluminio, celulosa, caucho, lubricantes, fertilizantes) previamente elaborados con materias primas de importación.

El efecto que todos aquellos cambios tendrían sobre las economías de posguerra fue enorme. Todas ellas tuvieron que hacer frente no ya sólo a la reconstrucción, reabsorción de ex-combatientes y sostenimiento de viudas, huérfanos y mutilados, sino además a fuertes procesos inflacionarios y elevadísimos endeudamientos exteriores. El índice de precios de Gran Bretaña pasó de 100 en 1913 a 229 en 1918 y 351 en 1920; en Francia, de 100 en 1913 a 339 en 1918 y 509 en 1920; en Alemania, a 217 y 1.486, respectivamente, en los mismos años. La inflación fue igualmente alta en Bélgica, Holanda y los países escandinavos, y altísima en Austria, Hungría y en general, en los nuevos países del este de Europa. En Italia, que durante la guerra hizo también un excepcional esfuerzo en la construcción de armamentos y vehículos -gracias a la labor de coordinación del general Dallolio-, el índice de precios se elevó de 100 en 1913 a 412,9 en 1918; la deuda nacional se multiplicó en el mismo tiempo por cinco.

La inflación y la inestabilidad monetaria tuvieron en todas partes el mismo efecto: pérdida del valor adquisitivo de los salarios y hundimiento de rentas fijas y del ahorro. Prácticamente, ningún país pudo recobrar el ritmo de actividad económica anterior a la guerra hasta 1923 (y Alemania, abrumada por el pago de reparaciones hasta después de ese año), a pesar de que la normalización del comercio internacional y la devolución al sector privado y al mercado de industrias y servicios estatalizados durante el conflicto permitieron en algunos países una apreciable recuperación de la producción y del trabajo ya en los años 1919 y 1920 (pero que a su vez incidió negativamente en países neutrales como España y como algunos países iberoamericanos que no supieron capitalizar los enormes beneficios que habían obtenido durante la guerra).

Reconstrucciones, inflación, deuda exterior, inestabilidad monetaria -pues durante la guerra la mayoría de los países había renunciado al patrón oro-, reajustes económicos, y en los casos alemán, austríaco, húngaro y búlgaro, las "reparaciones" de guerra configuraron una situación económica internacional excepcionalmente vulnerable. La crisis comenzó a manifestarse en 1920 en Estados Unidos -aumento de stocks, caídas de precios-, lo que hizo que sus bancos optaran por políticas monetarias extraordinariamente restrictivas, deflacionistas (para sostener la moneda), y que el gobierno recurriese con el arancel de 1922 a la protección arancelaria para frenar las importaciones. Las repercusiones se harían notar en 1921 en todo el mundo. Excepción hecha de los países sometidos a procesos inflacionistas galopantes o con hiperinflación -esto es, la Europa central y oriental-, todas las economías recurrieron a políticas deflacionistas (encarecimiento del dinero, restablecimiento del patrón oro, reducción del gasto público, equilibrios presupuestarios, reducciones salariales) y a medidas fuertemente proteccionistas para sus respectivas industrias y agriculturas: algunas lo hicieron incluso antes que Estados Unidos.

A medio plazo, ello permitió restablecer la estabilidad económica, sobre todo, desde que en 1924 se solucionó el problema hiperinflacionista alemán, y en definitiva se propició así la relativa prosperidad que la economía mundial experimentó entre 1924 y 1929. Pero a corto plazo, en 1921-23, deflación y proteccionismo provocaron una aguda recesión económica y un fuerte aumento del desempleo. En Gran Bretaña, el paro se elevó del 2,4 por 100 de la población activa en 1920 al 14,8 por 100 en 1921 (unos 2 millones de parados) y prácticamente se mantuvo en porcentajes del 7-10 por 100 a lo largo de toda la década. En Francia, la cifra de parados alcanzaba en abril de 1921 el medio millón de trabajadores; en Italia, subía de 388.000 en julio de 1921 a 606.000 en enero de 1922.

Consecuencia de todo ello sería la intensa agitación laboral que toda Europa y Estados Unidos conocieron en los años 1919-22, que hizo pensar que el mundo occidental estaba abocado a una situación revolucionaria (a lo que contribuyeron desde luego el ejemplo de la revolución rusa y la creación en toda Europa de partidos comunistas alineados con las posiciones del nuevo régimen soviético). En Estados Unidos, por ejemplo, se habló de "pánico rojo" ante las amplias y muy duras huelgas que sacudieron el sector del acero en los años 1919 y 1920. En Francia, el número de jornadas perdidas en conflictos laborales pasó de 980.000 en 1918 a 15.478.000 en 1919 y a 23.112.000 en 1920. En Italia, de 912.000 (1918) a 22.325.000 (1919) y 30.569.000 (1920); en Gran Bretaña, de 5.875.000 (1918) a 34.969.000 (1919) y 26.568.000(1920). El caso fue similar en Alemania, Suecia, Noruega, Holanda y España.

Del 5 al 11 de enero de 1919, los espartaquistas -que con otros grupos de extrema izquierda habían formado en diciembre de 1918 el Partido Comunista de Alemania (KPD)- desencadenaron en Berlín una insurrección armada, la llamada semana roja, un intento de capitalizar el descontento social y desbordar el proceso democrático iniciado el 10 de noviembre del año anterior, para tomar el poder e implantar un régimen revolucionario basado en los consejos obreros surgidos en las jornadas finales de la guerra. En Munich, el asesinato el día 21 de febrero de 1919 por grupos de la ultraderecha del dirigente de la autoproclamada República de Baviera Kurt Eisner provocó, ya en abril, un nuevo estallido revolucionario. En Hungría, comunistas y socialdemócratas derribaron en marzo de 1919 al débil gobierno liberal de Károlyi y, durante cuatro meses y medio, establecieron un Estado comunista, presidido por Bela Kun (1886-1937). En Gran Bretaña, el partido laborista, cuyo programa incluía un amplio abanico de nacionalizaciones (tierra, electricidad, minas, ferrocarriles), emergió en las elecciones de 1918 como el segundo partido del país, con el 22,2 por 100 de los votos. Además, en 1919 y 1920, se registraron graves y violentas huelgas de ferroviarios, mineros, metalúrgicos y estibadores de los puertos (y hasta de la policía). En septiembre de 1919, por ejemplo, se declaró la huelga nacional de ferroviarios contra las medidas de recortes presupuestarios aprobadas por el gobierno; en octubre-noviembre de 1920, la huelga general minera contra la reprivatización de las minas.

En Italia la afiliación a la central sindical socialista (Confederación General del Trabajo, CGL) subió de 250.000 miembros en 1918 a 2 millones en 1920. Huelgas, ocupaciones de fábricas y de tierras y motines urbanos fueron práctica común en 1919 y 1920, llamado por ello el "biennio rosso". Más de 1 millón de obreros fueron a la huelga en 1919 y una cifra aún superior en 1920. Hubo, por ejemplo, graves conflictos de ferroviarios y trabajadores de correos y telégrafos en enero, abril y septiembre de 1920 y una huelga de diez días en todo Piamonte en abril. En septiembre de 1920, tras romperse las negociaciones salariales para la industria del metal, los trabajadores metalúrgicos, unos 400.000, ocuparon durante cuatro semanas las principales factorías y astilleros del país -en Milán, Turín y Génova principalmente-. En Francia, hubo graves incidentes en París durante la manifestación del 1 de mayo de 1919; y luego, en junio, una violenta huelga de metalúrgicos del cinturón rojo de la capital. En 1920, las huelgas se extendieron a los ferrocarriles, las minas, los puertos y la construcción. La CGT, la gran sindical del país, lanzó a partir del 8 de mayo una serie de huelgas coordinadas para preparar una huelga general en solidaridad con los ferroviarios.

La amenaza revolucionaria fue menor de lo que se pensó. Francia, por ejemplo, seguía siendo un país agrario y conservador, de pequeños y medianos propietarios de la tierra: en 1939, aunque otra cosa hicieran pensar París y la Costa Azul, el 55 por 100 de la población seguía viviendo en localidades de menos de 4.000 habitantes. Las elecciones de noviembre de 1919 supusieron un aplastante triunfo (419 escaños de un total de 614) del Bloque nacional republicano, una coalición de la derecha, el centro y algunos radicales aglutinada en torno a Millerand y Clemenceau. La huelga general de mayo de 1920 antes mencionada terminó el día 28 con la total derrota de los sindicatos. La escisión comunista que se consumó en el congreso socialista de Tours de diciembre de 1920 dividió al movimiento obrero y sindical. El nuevo Partido Comunista francés, definido por un extremado dogmatismo ideológico, fue en los años veinte una fuerza marginal; el partido socialista, la vieja SFIO, transformada por Léon Blum y Paul Faure en un partido democrático que hacía del socialismo un ideal moral de justicia social, quedó fuera del gobierno hasta 1936.

En Alemania, las insurrecciones revolucionarias de Berlín y Munich de 1919 -que dejaron un balance de varios miles de muertos, entre ellos Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, asesinados en Berlín por grupos paramilitares- sólo sirvieron para echar al gobierno de Ebert en brazos del antiguo ejército imperial, lo que iba a condicionar todo el futuro de la nueva República alemana. La línea insurreccional fue un grave error. Los espartaquistas sólo tenían el apoyo de una minoría de trabajadores. La mayoría de los sindicatos apoyó de forma explícita al gobierno. Las elecciones de 19 de enero de 1919, celebradas días después de la "semana roja" berlinesa, indicaron claramente que, pese a la crisis social, Alemania era un país políticamente moderado. Los social-demócratas (SPD) de Ebert, Scheidemann y Noske -ministro del Interior y responsable del aplastamiento de los conatos insurreccionales- lograron 165 escaños y el 37,9 por 100 de los votos; el partido demócrata de Walther Rathenau, un partido de centro-izquierda, 75 y 18,6 respectivamente. El partido más cercano a la extrema izquierda, el socialista independiente (USPD), logró sólo 22 diputados y el 7,8 por 100 de los votos, menos incluso que el principal partido de la derecha, el partido nacional-alemán.

La revolución húngara fue abortada en agosto de 1919 por las fuerzas contrarrevolucionarias del almirante Horthy apoyadas por unidades del Ejército rumano. Pero apenas hubo resistencia: la socialización de la tierra decretada por el gobierno revolucionario de Bela Kun había provocado una fuerte oposición en las zonas rurales, tradicionalmente conservadoras.

En Italia, las ocupaciones de fábricas del verano de 1920 fueron en realidad, contra lo que pudo pensarse, una especie de anti-climax revolucionario. El jefe del Gobierno, una vez más Giolitti, ni siquiera interrumpió sus vacaciones: solucionó el problema ofreciendo a los trabajadores aumentos salariales y el reconocimiento del poder sindical en las fábricas, medida que, además, ni siquiera llegó a ser aprobada por el Parlamento. Los trabajadores pusieron fin pacíficamente a sus acciones; el movimiento terminó con la decepción de las expectativas revolucionarias y entre agrias recriminaciones entre sus líderes. Como en Francia, el movimiento obrero y socialista se dividió por la escisión comunista, que se produjo en el congreso de Livorno de enero de 1921 encabezada por un grupo de jóvenes intelectuales de talento, como Antonio Gramsci (1891-1937), un joven sardo educado en Turín, donde en 1919 había creado el semanario L´Ordine Nuovo desde cuyas páginas defendió la creación de un nuevo movimiento obrero basado en comités y consejos de fábrica bajo la dirección de un partido disciplinado y revolucionario.

Pero, además, el Partido Socialista Italiano, primer partido de Italia tras las elecciones de 1919 (con 156 diputados y el 32,4 por 100 de los votos), estaba moralmente roto por las insalvables diferencias entre el "ala reformista", dirigida por Turati, que controlaba el grupo parlamentario y la CGL, y el "ala maximalista", encabezada por Giacinto Serrati. Todo ello hizo del PSI, no obstante sus numerosos diputados, una fuerza desorientada e inoperante. El ala maximalista, que era la mayoritaria, que se reafirmó en los viejos postulados marxistas del partido aun rechazando las tesis comunistas, no supo hallar su espacio político. Además, el sector reformista fue finalmente expulsado del partido en octubre de 1922. De hecho, la gran ofensiva obrera de 1919-20 careció en todo momento de dirección y coordinación políticas.

También en Gran Bretaña -donde en 1920 se creó un minúsculo Partido Comunista que logró un diputado en las elecciones de 1921 y donde en el interior del laborismo y de los sindicatos habían cristalizado corrientes radicales abiertamente simpatizantes con la revolución soviética- las huelgas de 1919-20 terminaron con la derrota de los trabajadores. Así, los esfuerzos que los dirigentes mineros hicieron en la primavera de 1921 para arrastrar a los otros grandes sindicatos del país (ferroviarios, metalúrgicos, transporte) a una prueba de fuerza con el Gobierno y los empresarios contra las reducciones salariales y los despidos, fracasaron. Cuando el 15 de abril llamaron a la huelga, los mineros se quedaron solos: aquel día fue el "viernes negro" en la historia obrera británica.

Además, la crisis de 1921 puso a todas las organizaciones obreras europeas a la defensiva. Para defender el empleo, los sindicatos tuvieron que aceptar fuertes reducciones salariales prácticamente en todas partes (en Italia, del orden del 25 por 100) y seguir políticas de negociación y entendimiento con los empresarios. Las huelgas disminuyeron de forma espectacular. En Gran Bretaña, bajaron de un total de 1.607 en 1920 a 763 en 1921 y 576 en 1922; la afiliación a la TUC, la confederación de sindicatos, que había alcanzado los 8.348.000 miembros en 1920, se redujo a 5.625.000 en 1922. En Italia, sólo en el primer trimestre de 1921 el número de huelguistas y de jornadas de trabajo perdidas por huelgas disminuyó en casi un 80 por 100 respecto al año anterior. La afiliación a la CGT francesa bajó de 2 millones (1920) a 600.000 (1922).

Con todo, las consecuencias económicas de la guerra y la agitación laboral de la posguerra (cualquiera que fuese su significación revolucionaria) transformaron la política y aun la naturaleza del Estado. La situación provocó, de una parte, un reforzamiento notabilísimo de la responsabilidad económica de los poderes públicos; de otra, sensibilizó a gobiernos y sociedad en general en torno a los problemas sociales. A partir de la I Guerra Mundial los gobiernos asumirían la responsabilidad de la prosperidad económica, del empleo y de la seguridad social. La jornada laboral de 8 horas fue acordada en numerosísimos países en 1919. En la conferencia de París que puso fin a la guerra, se acordó la creación de la Organización Internacional del Trabajo (dentro de la Sociedad de Naciones), como una especie de asamblea internacional de los sindicatos que fuese elaborando la legislación social que habrían de aprobar los respectivos gobiernos.

En cualquier caso, la doble idea de que la economía debía ser planificada de alguna forma y de que el libre juego de las fuerzas económicas resultaba inoperante para combatir las desigualdades económicas impregnó profundamente la conciencia pública. En 1928, el nuevo país revolucionario salido de la guerra, la Unión Soviética, aprobaría el primero de sus planes quinquenales. En 1936, el economista de Cambridge, Keynes, publicaría la Teoría general del empleo, el interés y el dinero que precisaba cuáles debían ser los instrumentos de los gobiernos para asegurar la estabilidad económica y el empleo. Ni la economía, ni la extensión ni los fines del gobierno volvieron a ser los mismos.